jueves, 31 de julio de 2008

Oriana Fallaci (La fuerza de la razón)

Soy una atea cristiana...

Soy una atea cristiana. No creo en eso que denominamos con el termino Dios. Ya lo escribí en mi primera “Esfera Armilar”. Desde el día en que me di cuenta de que no creía (algo que ocurrió muy pronto cuando de adolescente empecé a consumirme sobre el atroz dilema pero-Dios-existe-o-no-existe), pienso que Dios ha sido creado por los hombres y no a la inversa. Pienso que los hombres lo han inventado por soledad, impotencia, desesperación. Es decir para dar una respuesta al misterio de la existencia, para atenuar las irresolubles preguntas que la vida nos arroja a la cara… Quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos. Qué había antes de nosotros y de estos mundos, miles de millones de mundos, que con tanta precisión giran en el universo. Qué vendrá después… Pienso que lo hemos inventado también por debilidad, es decir, por miedo a vivir y a morir. Vivir es muy difícil, morirse siempre es un disgusto, y la idea de un Dios que ayude a afrontar ambas empresas puede proporcionar un alivio infinito: lo entiendo bien. De hecho envidio a los que creen. A veces hasta me siento celosa. Nunca, sin embargo, hasta el punto de madurar la sospecha y por lo tanto la esperanza de que Dios exista. Que con todos esos miles de millones de mundos tenga el tiempo y la forma de encontrarme, de ocuparse de mí, Ergo, me las arreglo sola. Y por si eso no fuese suficiente, soporto mal a las iglesias. Sus dogmas, sus liturgias, su presunta autoridad espiritual, su poder. Y no me llevo bien con los curas. Incluso cuando se trata de personas inteligentes o inocentes no consigo olvidar que están al servicio de ese poder, y siempre hay un momento en el que aflora mi innato anticlericalismo. Un momento en el que sonrío al fantasma de mi abuelo materno que era un anarquista decimonónico y cantaba: “Con las tripas de los curas colgaremos al rey”. Y, sin embargo, repito que soy cristiana.

Lo soy aunque rechazo varios preceptos del cristianismo. Por ejemplo el precepto de poner la otra mejilla, de perdonar. (Error que estimula la maldad y que yo no cometo nunca.) Y soy cristiana porque me gusta el discurso en que se sustenta el Cristianismo. Me convence. Me seduce, hasta tal punto que no encuentro en él conflicto alguno con mi ateísmo y con mi laicismo. Hablo, obviamente, del discurso de Jesús de Nazaret, no del elaborado o distorsionado o traicionado por la Iglesia Católica y también por las Iglesias protestantes. El discurso, quiero decir, que apeando la metafísica se concentra sobre el Hombre. Que reconociendo el libre albedrío, es decir reivindicando la conciencia del Hombre, nos hace responsables de nuestras acciones, señores de nuestro destino. En ese discurso veo un himno a la Razón, al raciocinio. Y porque donde hay raciocinio ha posibilidad de elegir, donde hay posibilidad de elegir hay libertad, veo en él un himno a la Libertad. Al mismo tiempo veo en él la superación del Dios inventado por los hombres por soledad, impotencia, desesperación, debilidad, miedo a vivir y a morir. Veo el oscurecimiento del Dios abstracto omnipotente despiadado de casi todas las religiones. Zeus que fulmina con sus rayos. Jehová que chantajea con sus amenazas y sus venganzas, Alá que sojuzga con su crueldad y sus insensateces. Y en el lugar de esos tiranos invisibles, intangibles, una idea que nadie había tenido o en cualquier caso nadie había divulgado. La idea del Dios que se hace Hombre, o sea, la idea del Hombre que se hace Dios, Dios de sí mismo. Un Dios con dos brazos y dos piernas, un Dios de carne y hueso que va por los caminos llevando a cabo o intentando llevar a cabo la Revolución del Alma. Que hablando de un Creador sentado en el Cielo (¿quién escucharía, si no, quien entendería?) se presenta como su hijo y explica que todos los hombres son sus hermanos, por lo tanto hijos a su vez de ese Dios y capaces de realizar su esencia divina. Realizarla predicando el Bien que es fruto de la Razón, de la Libertad, dando Amor, que antes de ser un sentimiento es un razonamiento. Un silogismo o incluso un entimema del que deduce que la bondad es inteligencia y la maldad estupidez. Un Dios, en definitiva, que el drama de la Ética lo afronta como hombre. Con un cerebro de un hombre, el corazón de un hombre, las palabras de un hombre, los gestos de un hombre, ¡y nada de blandura! ¡Nada de dulzura ternura, dejad-que-los-niños-se-acerquen-a-mi! Como un hombre la emprende a golpes con los fariseos y a los rabinos que comercian con la religión. Como un hombre afronta el tema del laicismo: Dad-al-César-lo-que-es-del-César-y-a-Dios-lo-que-es-de-Dios. Como un hombre detiene a los cobardes que van a lapidar a la adúltera: aquel-que-este-limpio-de-culpa-que-tire-la-primera-piedra. Como un hombre arremete contra la esclavitud, ¡¿y quién se había alzado nunca contra la esclavitud?! ¿Quién había dicho nunca que la esclavitud es inaceptable, inadmisible, inconcebible? Como un hombre, en definitiva, pelea. Duda, se atormenta, se equivoca, sufre, sin lugar a dudas peca, y finalmente muere. Muere sin morir porque la vida no muere. Renace siempre, resucita siempre, es eterna. Y, junto al discurso sobre la Razón, la idea de la Vida que no muere es el punto que más me convence. El que más me seduce. Porque en ella veo el rechazo de la Muerte, la apoteosis de la Vida. La pasión por la Vida que es mala, sí, que se devora a sí misma, pero es Vida y lo contrario a la Vida es la nada. Los principios en definitiva, que están en los cimientos de nuestra civilización.

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